PONENCIAS
CONFERENCIA
DE DON JUAN MARTÍN VELASCO
EL MOVIMIENTO ECUMÉNICO EN EL
ACTUAL MOMENTO SOCIO-CULTURAL Y RELIGIOSO.
Ávila,
23.07.2013
Desde hace ya varias décadas,
numerosos estudios socio religiosos vienen refiriéndose a la existencia de una
grave crisis del cristianismo y de las iglesias cristianas sobre todo en
Europa. Sus índices más claros son el colapso de las prácticas religiosas, un
deterioro progresivo de las creencias y la constante erosión y pérdida de
credibilidad de las instituciones. Otra de sus manifestaciones es la crisis de
la presencia de las religiones establecidas en la sociedad que resume la
categoría de "secularización". Pero, en los últimos años, no pocos
sujetos religiosos y teólogos vienen denunciando y lamentando, por debajo de la
evidente crisis religiosa, una verdadera "crisis de Dios". A ella se
habían referido antes filósofos y estudiosos de la cultura que denunciaban el
"eclipse de Dios", la "huida de los dioses" o la extensión
de una "cultura de la ausencia de Dios". Con la expresión
"crisis de Dios" se expresa la convicción de que la crisis religiosa
no se agota en el deterioro de las prácticas y la aparente inviabilidad social
de las iglesias, sino que afecta al núcleo mismo de la vida religiosa: el
reconocimiento de Dios en la actitud teologal. Sin entrar en todos los matices
que la expresión puede recibir en quienes se sirven de ella, me parece evidente
que el hecho al que se refiere es real. Indicios del mismo son el crecimiento
del número de personas que se declaran no creyentes, hasta constituirse en
mayoría en bastantes de los países europeos; la naturaleza de la increencia,
cada vez más radical hasta llegar a la más completa indiferencia religiosa y a
instalarse en formas de vida para las que Dios no cuenta para nada, porque se
vive "como si Dios no existiera". Un último indicio de la gravedad
del hecho al que se refiere la expresión es la contaminación de los mismos
creyentes por el clima de indiferencia, en lo que se ha llamado "ateísmo
interior a las iglesias", o " el problema teologal' de la vida
consagrada.
Las dificultades
experimentadas por las iglesias para la transmisión del cristianismo a las
generaciones más jóvenes y el envejecimiento y enrarecimiento, por falta de relevo, de los agentes principales
en la transmisión del cristianismo: el clero y la vida religiosa, está llevando
a la puesta en cuestión del futuro del cristianismo en Europa. "¿Somos los
últimos cristianos?", Se preguntaba hace ya unos años J.M. Tillard.
"¿Se muere el cristianismo?", Se había preguntado antes J. Delumeau.
Tales hechos hacen que me
parezca imposible una reflexión sobre cualquier aspecto de la vida cristiana,
incluido el movimiento ecuménico, sin tener en cuenta esa situación y
preguntarse en qué medida se ven afectados por ella. La crisis afecta por igual
a todas las Iglesias cristianas y eso hace que a la hora de buscar las causas
que la han desencadenado queden relativizadas las diferencias confesionales y
las diferentes respuestas con que las iglesias han intentado responder a ella.
A un grupo de católicos críticos que proponen la adopción por su Iglesia de
reformas estructurales, tales como una mayor democratización en su
funcionamiento y una mayor adaptación de sus estructuras a los nuevos tiempos,
mediante, por ejemplo, la supresión del celibato obligatorio para los
sacerdotes y la admisión de las mujeres al ministerio ordenado, J. B. Metz les
respondía que tales medidas habían sido ya adoptadas por las iglesias
protestantes y que padecían la misma crisis que la Iglesia Católica. A la Gotteskrise,
la crisis de Dios, les decía, solo se responderá con la
Gottespassion, la pasión por Dios.
El movimiento ecuménico cristiano -
porque también en otras religiones, como
el budismo y el islam, han surgido
fenómenos hasta cierto punto equivalentes - nació en Europa antes de que la
crisis cobrase la gravedad que ha adquirido en la segunda mitad del siglo XX.
Sus promotores no intentaron, por tanto, expresamente responder con su
promoción a ella. La razón fundamental de su nacimiento fue religiosa y
teológica: “la búsqueda de la unidad se presenta como obediencia al mandato del
Señor, en conformidad con su oración” (R. Mehl). Pero esto no excluye la
presencia en su origen de
condicionamientos históricos. El mismo teólogo que acabamos de citar señala
como determinantes en su nacimiento y desarrollo hasta seis factores, tales
como la situación de dificultad de las
Iglesias, el hecho de la increencia, la secularización, las divisiones de las
sociedades llamadas cristianas y la
dificultad que constituía para la misión cristiana la división de las iglesias
misioneras. Recordemos que uno de los
primeros hechos relevantes en su constitución fue la Asamblea Misionera Mundial de Edimburgo en
1910.
La situación actual a escala mundial tiene
un segundo rasgo característico en la extensión de la injusticia a escala
mundial. Primero, porque la situación de injusticia con sus secuelas de
pobreza, marginación y exclusión de millones de personas, constituyen una de
esas formas de presencia masivas de mal que ocultan a Dios más que todas las
razones del ateísmo filosófico y que han contribuido a lo que se ha llamado con
razón "la tercera muerte de Dios" (A. Glucksmann), ocurrida
precisamente en el siglo XX debido a las incontables catástrofes humanitarias
que en él se han producido y a las que se ha añadido ese “genocidio
silencioso” que resume la expresión
"la pobreza en el mundo".
El tercer rasgo característico de la
situación actual, que condiciona igualmente la presencia de la religión en el
mundo es el pluralismo religioso que comporta la situación de globalización, es
decir, la conversión de nuestro planeta en una aldea global y el acceso de los
humanos a lo que se llama con razón la conciencia planetaria. En efecto, el
pluralismo, sea ideológico, cultural o religioso, no se reduce a la pluralidad
de ideologías, culturas o religiones. Se refiere, además, a la coexistencia de
esas realidades en un mismo espacio social, en situación de paridad y con
posibilidad de interacción social entre todas ellas. Así entendido, el pluralismo
puede poner en cuestión la identidad de los diferentes grupos y provocar en
ellos el "atrincheramiento cognitivo", que produce la reacción fundamentalista, o la
"negociación cognitiva" que puede desembocar en la pérdida
relativista de la propia identidad o “rendición cognitiva” (P. Berger), hechos
que constituyen un peligro cierto para los grupos religiosos, aunque también
pueden constituir una oportunidad.
Estoy convencido de que una reflexión
responsable sobre cualquier aspecto del hecho religioso y, en concreto, sobre
el movimiento ecuménico cristiano, requiere poner en relación la comprensión y
la puesta en práctica del ecumenismo con esos diferentes aspectos de la
situación mundial, y buscar la mejor forma de respuesta de nuestras diferentes Iglesias
a ellos.
En el amplio marco de referencia que acabo de describir, mi
reflexión sobre el movimiento ecuménico en la actualidad propone una hipótesis,
o tal vez mejor, una convicción, para la interpretación de su situación, que quiero someter a la reflexión de esta
asamblea. Podría resumirse en estas pocas afirmaciones. El
movimiento ecuménico en la época moderna, que ciertamente ha revestido formas
diferentes, ha privilegiado hasta ahora los aspectos doctrinales e
institucionales del ecumenismo, que han permitido superar malentendidos,
aproximar posturas doctrinales e institucionales entre las Iglesias y mejorar
notablemente las relaciones entre ellas. Sus resultados, ciertamente positivos,
han desembocado, sin embargo, en los últimos años, en la extensión entre sus
agentes de la impresión generalizada de haber llegado al punto mayor de
convergencia posible, sin llegar a hacer previsible la unidad completa a la que
se aspiraba. Este hecho, que puede generar y
está generando desánimo y frustración, tal vez nos esté invitando a
poner el acento en otras dos formas de ecumenismo, ya presentes, pero menos
desarrolladas hasta ahora: el ecumenismo espiritual y el ecumenismo del
testimonio y de la acción. El cultivo en común del primero, el espiritual, podría
facilitar a las Iglesias revitalizar el núcleo mismo de la vida cristiana, la
experiencia de la fe y, con ello, descubrir, a la vez, la misteriosa
unidad en el Dios revelado en Jesucristo que ha derramado en nosotros su
Espíritu, que compartimos gracias a la fe y el bautismo, y el valor, por una
parte, y las insuficiencias, por otro,
de las formulaciones racionales de esa fe común y del resto de las mediaciones
simbólicas e institucionales propias de cada tradición. El cultivo del segundo
ecumenismo, el del testimonio y el servicio, le daría eficacia y relevancia
social y permitiría encauzar los esfuerzos de las diferentes familias
cristianas por la reunión de los hijos
de Dios dispersos por todo el mundo y acercar la historia hacia ese final
escatológico que los cristianos llamamos Reino de Dios.
El movimiento ecuménico, algunos hitos de su desarrollo
Del movimiento ecuménico se ha dicho que
es uno de los hechos religiosos más importantes del siglo XX, que ha sido calificado como el siglo del
ecumenismo, ese movimiento que ha ido agrupando a un número cada vez mayor de
Iglesias a favor de la unidad de los cristianos. De él ha surgido un vasto movimiento de convergencia, no sólo
de los creyentes de las diferentes
confesiones, sino de las mismas confesiones cristianas tomadas en su conjunto.
No es posible, ni me parece necesario,
presentar aquí, ni siquiera en resumen, la historia del movimiento ecuménico.
Pero sí es indispensable referirse a sus momentos principales. Sin entrar en
los precedentes a lo largo del siglo XIX, el movimiento comienza por el
compromiso en esa dirección de los representantes oficiales de las principales
confesiones cristianas del mundo protestante y anglicano. Los ortodoxos, que en
un primer momento presentan algunas resistencias, terminan adhiriéndose al
Consejo Ecuménico de las Iglesias (CEI), que es la institución en la que
convergen y culminan, en 1948, iniciativas anteriores como la Conferencia
Misionera Mundial, celebrada en Edimburgo en 1910, y las Comisiones Fe
y Constitución y Fe y Vida.
La Iglesia católica, que hasta ahora no
se ha adherido formalmente a las instituciones surgidas de ese movimiento, que
lo coordinan y lo desarrollan en la actualidad, dio un paso importante hacia
esa adhesión con el concilio Vaticano II. En él la Iglesia católica se abrió al
movimiento ecuménico y puso las bases doctrinales para su participación en él.
Recordemos que ya en su convocatoria, Juan XXIII le asignaba como finalidad el
"aggiornamento" de la Iglesia católica, manifestaba su
intención de que sirviera a la causa ecuménica, e invitaba a asistir a él como
observadores a representantes de las diferentes Iglesias cristianas. Decisiva
para ayudar a superar las dificultades que había experimentado hasta ese
momento fue la renovación de la comprensión de la Iglesia presente en la
Constitución Lumen Gentium y el Decreto sobre el Ecumenismo Unitatis redintegratio, que
comienza afirmando que uno de los propósitos principales del concilio es
"promover el restablecimiento de la unidad de todos los cristianos".
A partir de entonces, la Iglesia católica ha multiplicado las iniciativas
destinadas a colaborar en el movimiento ecuménico, desarrolladas principalmente
por el Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos. Frutos de todo ese
proceso han sido el cambio sustancial del clima en las relaciones de la Iglesia
católica con las otras Iglesias y sus miembros, que han dejado de ser
considerados “cismáticos y herejes”, e incluso “hermanos separados”, y han
comenzado a ser designados como los "otros cristianos" o
los "otros bautizados". Ese nuevo clima ha propiciado hechos tan
importantes como los diálogos doctrinales, con acercamientos y consensos en
temas como la justificación, los ministerios y la Eucaristía, que han permitido
constatar que posiciones tenidas hasta ahora como contradictorias e
irreconciliables comenzaban a ser consideradas como complementarias y
compatibles con la unidad en la fe, y solo diferentes en las fórmulas en que se
expresan. Particularmente significativo en este terreno de la convergencia
doctrinal ecuménica resultó el hecho de que dos grandes teólogos católicos, K.
Rahner y H. Fries, publicasen en 1987 un libro: La unión de las Iglesias.
Una posibilidad real, en el que sostenían que ya no habría obstáculos
teológicos insalvables para la unión de las Iglesias.
También
las relaciones institucionales se beneficiaron del nuevo clima que hizo
posibles visitas y contactos del papa con los patriarcas orientales,
representantes de las Iglesias protestantes y anglicana, y el Consejo Ecuménico
de las Iglesias. Nadie dudaba que todavía quedaba un largo camino por recorrer
hasta la unidad plena, pero por entonces se pudo afirmar: "las diferentes
confesiones cristianas, habiendo renunciado a sus provincialismos, han
comenzado a aparecer como comunidades de hermanos y hermanas cuyas vidas se
inspiran en la vida del mismo y único Señor". Con razón se ha escrito
después que "el siglo XX quedará para el cristianismo como el gran siglo,
el siglo de oro, del ecumenismo".
Pero
anotados todos estos progresos, no podemos dejar de constatar que el clima
ecuménico ha cambiado considerablemente en las tres últimas décadas y que,
"más allá de las dificultades singulares, normales y que forman parte de la
vida, el diálogo ha encallado, se ha estancado, aunque no hayan cesado los
coloquios y los encuentros, las visitas y la correspondencia" (W. Kasper).
Expresiones
semejantes a ésta se encuentran también en observadores protestantes de la
situación. Se extiende, según ellos, en relación con el ecumenismo, una
impresión generalizada de "desencantamiento" que se corresponde con
una situación objetiva de crisis del movimiento ecuménico. Es una crisis, añade
J. Beauberot, “a la medida de su éxito histórico” que ha modificado
profundamente a las Iglesias. La crisis del ecumenismo, además, es considerada
la consecuencia de su éxito. Porque proviene del hecho de que "los tres
modelos históricos que lo han configurado: "Fe y Constitución",
"Vida y Acción" y el Vaticano II ya han producido lo esencial de lo
que hacían posible". "A fuerza de desarrollar las colaboraciones, de
subrayar las convergencias sobre lo esencial y la ausencia de divergencias
profundas, se hace necesario reexpresar las diferencias que legitiman la
separación desde el punto de vista de la organización" (J. P. Willaime).
Al final parece concluirse que la unidad perfecta, el ideal perseguido, es como
el horizonte, que permite una visión de las cosas y orienta la marcha, pero que
se aleja a medida que se avanza hacia él". Si creemos a algunos analistas,
el mismo CEI parece haber comprendido la necesidad de un cambio de rumbo. Como
testimonios de ello se ofrece su Asamblea de Camberra y la Conferencia de
"Fe y Constitución", en Santiago de Compostela en 1993, en la que se
puso el acento más en la Koinonía, la comunión, que en una unidad
uniformante, y donde Konrad Raiser, , entonces Secretario General del CEI,
afirmaba que ya no se trata de "hacer de la unidad el criterio del
reconocimiento de la legitimidad de las diversidades, sino, al contrario, de
preguntarse en qué momento la exigencia de unidad amenaza la expresión de las
diversidades en el seno de una comunidad viva" (J. Beauberot).
En el
lamentado cambio de clima pueden haber influido hechos, declaraciones y
decisiones concretas tanto de la Iglesia católica (en algunas declaraciones de
organismos diferentes del Pontificio Consejo para la Unidad), como de las
Iglesias hermanas (en tomas de decisiones en materia de moral y en relación con
el acceso de las mujeres a los ministerios ordenados, muy alejadas de la praxis
de la Iglesia católica).
Con todo, las razones que han conducido a
la nueva situación de desilusión y frustración son variadas y tal vez más
complejas. No está claro, por ejemplo, si las que acabamos de aducir son la
causa del cambio o una manifestación del cambio que ya se estaba produciendo.
Se ha señalado también que una posible razón de la pérdida del entusiasmo que
habían suscitado los primeros resultados podría ser que, "tras haber
superado muchos malentendidos y haber conseguido un consenso inicial sobre los
fundamentos de nuestra fe, ahora hemos llegado al núcleo duro de nuestras
diferencias institucionales y eclesiológicas": a la cuestión del
ministerio petrino, en el diálogo con las Iglesias orientales; y a la de la
sucesión apostólica del ministerio episcopal en la relación con las Iglesias
surgidas de la Reforma (W. Kasper). Como si todos los avances conseguidos
hubieran conducido a poner en claro el "desacuerdo fundamental", relativo
a lo que Oscar Cullman, refiriéndose a las segundas, llamaba el carisma
protestante y el católico.
Por mi parte, pienso que haber superado
dificultades superficiales y estar formulando con mayor claridad las
dificultades fundamentales no tendría por qué conducir al marasmo ecuménico que
tanto se lamenta y se denuncia. Porque el punto a que se ha llegado, permitiría
identificar con claridad las diferencias y plantear las cuestiones precisas que
señalasen el camino hacia su superación. Tal vez esa identificación clara de
las diferencias permitiría avanzar, como se ha hecho en cuestiones más
superficiales, en el descubrimiento de la posible complementariedad de lo que
ahora nos parece contradictorio, y en la búsqueda de caminos para articular
institucionalmente esa complementariedad, expresable en preguntas como: si
bastaría para ello el reconocimiento recíproco de las Iglesias, o se requeriría
un ministerio, ejercido individual o colegialmente, al servicio de esa unidad y
que sirviese de catalizador de los impulsos del Espíritu para proponerlos al
conjunto de las Iglesias diversas, pero al fin unidas.
En ese sentido, en las propuestas formuladas por Juan Pablo
II en su encíclica Ut unum sint, tomadas en serio por todas las
Iglesias, tal vez podría hallarse un camino para la formulación precisa de esas
dificultades y el posible alumbramiento de respuestas hasta ahora no
imaginadas. En ella, en efecto, tras referirse a la Asamblea mundial de Fe y
Constitución celebrada en Santiago de Compostela en 1993, que recomendó que
"se inicie un nuevo estudio sobre la cuestión de un ministerio universal
de la unidad cristiana", Juan Pablo II recuerda su deseo, expresado ante
el patriarca ecuménico Dimitrios I, de que "el Espíritu nos dé su luz e
ilumine a todos los pastores y teólogos de nuestras iglesias para que
busquemos, por supuesto juntos, las formas con las que este ministerio pueda
realizar un servicio de fe y de amor reconocido por unos y otros";
reconoce a continuación que esa es "una tarea urgente que no podemos
rechazar, y que no puedo llevar a término solo"; y termina preguntándose:
"La comunión real, aunque imperfecta, que existe entre todos nosotros, ¿no
podría llevar a los responsables eclesiales y a sus teólogos a
establecer conmigo sobre esta cuestión un diálogo fraterno, paciente, en el que
podríamos escucharnos, más allá de estériles polémicas, teniendo presente sólo
la voluntad de Cristo para su Iglesia: "que ellos sean uno en nosotros
para que el mundo crea que tú me has enviado?" (.1n 17, 21).
Pero el hecho de que esa encíclica y sus novedosas propuestas no consiguieran
cambiar el clima ecuménico ya dañado, ni en el seno de la Iglesia católica de
la que procedían, ni en las Iglesias a las que se dirigían, muestra que, tal
vez, la causa de la nueva situación no se debiera tan solo a razones objetivas,
y que en ella tuvieran que ver también, por una parte, la nueva situación
socio-cultural característica de las últimas décadas del siglo pasado y que
continúa en el actual, y, por otra, el recurso por parte de las Iglesias para
la promoción del ecumenismo a lo largo del siglo XX, de medios centrados sobre
todo en las discusiones doctrinales y los encuentros institucionales, útiles,
sin duda , y hasta necesarios, pero incapaces por sí solos de acercar al ideal
soñado.
Me referiré en primer lugar a la situación
social y el clima cultural que ha venido extendiéndose en las sociedades
"avanzadas" desde las últimas décadas del siglo XX, y su repercusión
sobre la situación religiosa. Recordemos hechos como la crisis de las religiones
establecidas y las instituciones que las representan; la progresiva
individualización de la religiosidad, la "desregulación del creer" y
la extensión del "creer sin pertenecer" que ha producido; la
desafección hacia las Iglesias de sus propios miembros y las críticas que esa
desafección provoca en su propio interior; el relativismo imperante en relación
con la verdad de las diferentes religiones y confesiones religiosas que lleva a
que porcentajes muy altos de personas piensen que todas las religiones son
igualmente verdaderas, sin caer en la cuenta del peligro que eso comporta de
que no lo sea ninguna; y, sobre todo, la extensión de la increencia bajo la
forma de la indiferencia religiosa. Todos estos hechos coinciden en relativizar
la importancia y la relevancia de las diferencias confesionales y hacen que,
para muchos, el objetivo a perseguir no sea la reunión de las Iglesias, sino
una mejor coordinación de sus actividades, de sus normas y de sus doctrinas, en
el interior de una "coexistencia pacífica".
En la misma dirección parece orientar la
situación de pluralismo religioso y la aparición de ese "ecumenismo
generalizado" que se propone el diálogo interreligioso. Frente a las
grandes diferencias del cristianismo en relación con las religiones y las
sabidurías de la humanidad, el fondo cristiano formado por la misma fe en el
único Dios creador del universo y revelado en Jesucristo, el mismo bautismo, y
las mismas fuentes bíblicas, común a las diferentes Iglesias cristianas, hace
que las diferencias confesionales pierdan gran parte de la importancia y el
valor que se les ha atribuido en tiempos de práctico monopolio del cristianismo
en Europa.
Por último, el clima cultural que está
imponiendo la posmodernidad, con el descrédito de las ideologías y las grandes
instituciones; el peligro de pérdida de la identidad que comporta la extensión
de una cultura uniformizada que propicia la globalización; y la incertidumbre y
la inseguridad que origina la pérdida de referencias fijas, están haciendo
reaparecer el aprecio por lo cercano, lo pequeño, lo propio, y el recurso a
comunidades de pequeño formato que se corresponden con las diferencias de
lugar, lenguajes y estilos de vida de sus componentes. De hecho, nunca han
proliferado y experimentado un crecimiento semejante las casi incontables
sectas. Sobre todo, porque "las diferencias confesionales tienden a no ser
consideradas como exclusivas entre sí, y los sujetos en ellas adaptan cada vez
más sus creencias, sus ritos y su organización a las necesidades religiosas
particulares de sus miembros. Así, la nueva configuración socio-religiosa
estaría produciendo una nueva situación,
caracterizada a la vez por la "ecumenicidad de la vivencia religiosa"
y la reactivación de las identidades particulares. “En el ámbito religioso,
como en otros, se reinventan las diferencias y se valora su coexistencia más o
menos pacificada" (J.P.Willaime).
La suma de todas estas causas está
generalizando la impresión de crisis del movimiento ecuménico y está llevando a
muchas personas a la conclusión de que, tras los logros conseguidos en el siglo
XX, ha llegado a una situación de impasse, a un verdadero callejón sin
salida, o, como prefieren decir otros, ha tocado techo, y que ya no cabe
esperar que depare verdaderas novedades. "El siglo XX, se ha escrito, fue
el siglo del ecumenismo. ¿Pero seguirá siéndolo el XXI? Todo parece indicar que
podría no serlo".
Hacia una respuesta a la actual situación
de marasmo ecuménico.
¿Qué hacer en esta nueva situación? La
nostalgia de la unidad que han suscitado los pasos sucesivos hacia ella y la
aparición en el horizonte de su real posibilidad; y, sobre todo, el mandato que
supone para todos los cristianos la oración de Jesús por la unidad de los suyos
como condición indispensable para la credibilidad de su misión, hacen difícil
instalarse en el desaliento o resignarse a la perpetuación de la escandalosa
división de los cristianos, y nos urge a la búsqueda de nuevos caminos.
Por eso es posible que, cuando los
aspectos doctrinales e institucionales parecen haber llegado al límite de sus
posibilidades, la actual situación del mundo y el mismo clima de insatisfacción
que parece adueñarse del movimiento ecuménico nos estén invitando a la
intensificación de otras dimensiones del ecumenismo menos desarrolladas hasta
ahora.
Porque, el movimiento ecuménico se ha
desarrollado, como recordábamos al principio, a lo largo de toda su historia
bajo cuatro formas principales: el ecumenismo doctrinal, el institucional, el
del testimonio y el servicio, y el espiritual. Las dos primeras formas han
cultivado lo que podría llamarse la "dimensión horizontal" de la
actividad ecuménica, es decir, han multiplicado las relaciones entre ellas y
sus miembros, y eso ha permitido superar muchos obstáculos, progresar hacia la
convergencia en las diferentes formulaciones de la fe común y mejorar
considerablemente las relaciones institucionales, superando así no pocos de los
malentendidos que habían engendrado siglos de separación. Los protagonistas de
estas dos formas de ecumenismo han sido, sobre todo, los teólogos y los
responsables de las iglesias. ¿No habrá llegado, nos preguntamos muchos, la
hora de desarrollar, para superar la crisis del movimiento ecuménico, el
ecumenismo espiritual y el del testimonio y el servicio y que en ellos se
implique el conjunto de los miembros de las Iglesias?
El ecumenismo espiritual
Desde el comienzo del movimiento
ecuménico, y junto a los trabajos del ecumenismo doctrinal y el institucional,
hubo cristianos, en muchos casos sin especial preparación teológica y sin
implicaciones institucionales que, tomando conciencia de que la unidad de la
Iglesia, como la Iglesia misma, es obra del Espíritu, y, por tanto, un don que
sólo podemos recibir de Dios, centraron sus esfuerzos ecuménicos en la oración
de los miembros de las diferentes iglesias. Así surgió la Semana de oración
universal por la Unidad de los Cristianos, propuesta primero, en USA, por el
Rev. Paul Wattson, episcopaliano, ya en 1908, y extendida desde Francia por
Europa desde 1933, por el abbé Paul Couturier.
Esta forma de ecumenismo reunió a numerosos miembros de las diferentes
Iglesias, pero, más que para hablar entre sí sobre sus diferencias, para unirse en torno a la oración de Jesús
por la unidad de sus discípulos, acogiendo en ellos al Espíritu que "ora
en nuestro interior con gemidos inefables". El ecumenismo espiritual ha desarrollado así
esa dimensión vertical, mística, del ecumenismo, que, profundizando en la
propia interioridad permitía a los cristianos llegar, en el fondo de sí mismos,
a la Presencia con que todos ellos están agraciados. Así, esa forma de oración
por la unidad les permitía participar en común de la fuente de la unidad que
alimenta y fecunda la vida de todas las Iglesias y de todos los cristianos.
El ecumenismo espiritual recibió
posteriormente, en el caso de los católicos, impulsos decisivos de la renovación
de la concepción de la Iglesia que hizo posible el Vaticano II. Gracias a ella,
los católicos pasamos de una comprensión centrada en el modelo de Iglesia como sociedad perfecta, que subrayaba sus
elementos institucionales, a prestar atención a su condición de Misterio de
comunión entroncado en el Misterio trinitario. La recuperación de esta
dimensión de profundidad en la comprensión
de la Iglesia, abre la posibilidad a la deseada transformación de todas
sus estructuras. Así comprendida la Iglesia, se sanan desde la misma raíz las
distorsiones que tantas veces han desfigurado su rostro a lo largo de la
historia. Porque, que la Iglesia sea comprendida como sacramento de la
salvación "significa que queda constitutivamente referida a Jesús, no sólo
a su voluntad fundadora, sino a su propia realidad encarnativa, a su dimensión
humano-divina, a su misión soteriológica". "Significa a su vez que
toda su consistencia está ordenada al servicio, que no es para sí misma, que
existe desviviéndose y consiste sirviendo". En esta renovada concepción de
la Iglesia "no hay lugar para los narcisismos, triunfalismos,
clericalismos o jurídicismos" (Olegario Glz. de Cardedal).
Por otra parte, "la categoría de
pueblo desarrollada en el capítulo segundo de la Constitución sobre la Iglesia,
antepuesta a su constitución jerárquica, objeto del capítulo tercero, pone en
primer plano todos los elementos sacramentales, proféticos y místicos de la
vida cristiana que son los esenciales, primarios y comunes a todos".
Esta renovada visión de la Iglesia, en la
que nos es fácil coincidir a todos los cristianos, ofrece un marco y un clima
en el que el ecumenismo espiritual podrá desplegar posibilidades hasta ahora
apenas sospechadas.
Porque ha podido suceder que, llegados al
límite de los diálogos doctrinales e institucionales, hayamos pensado que el
recurso a la oración en torno a la Semana por la Unidad de los Cristianos
constituía el remedio a las deficiencias inherentes al ejercicio de la
dimensión horizontal a través de los diálogos doctrinales y los encuentros
institucionales. Y la realidad es que el ecumenismo espiritual contiene
riquezas y despliega posibilidades que sus mejores promotores ya previeron,
pero que no han llegado a penetrar la conciencia de las comunidades cristianas.
La oración de Jesús, que ha sido siempre la fuente del ecumenismo espiritual,
lo pone de manifiesto con entera claridad. En ella la unidad no aparece como el
logro de los esfuerzos de los que se la proponen. Recordemos su expresión más
condensada: "Que todos sean uno como tú, Padre, en mí y yo en ti".
"Que también ellos sean uno en nosotros". "Les he manifestado tu
nombre y se lo manifestaré, para que el amor con que me amas esté en ellos y yo
en ellos" (.1n 17, 21.26). De acuerdo con la visión de la unidad que
muestran textos como éstos, la unidad no es el resultado de nuestros propósitos
de unirnos, ni de los medios que pongamos en práctica para ello. La unidad de
la Iglesia pertenece a la naturaleza misma de la Iglesia y le ha sido y le está
siendo permanentemente dada por el Misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu que
la congrega y la convierte en la asamblea que ya es una, y está llamada a serlo
cada vez más perfectamente: De unitate Patris, Filii et Spiritus sancti,
plebs odunata, “el pueblo reunido que recibe su unión de la unidad del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, escribía san Cipriano. La unidad no nos
será dada, nos está siendo dada permanentemente. Y este don (Gabe), como
todos los dones de Dios, es a la vez tarea (Aufgabe) para nosotros. Reconocida
esta unidad radical, nuestra tarea es tomar conciencia del Misterio que nos
constituye, que nos envuelve y en el que vivimos como verdadero medio divino de
la Iglesia, y vivir, de forma cada vez más perfecta, de la comunión que crea en
nosotros.
La teología y la tradición cristianas han
visto en el Espíritu Santo, Dios-en-nosotros, el agente de la vida divina en el
corazón de los creyentes."Él es el que hace ser la Iglesia y reúne en su
unidad a todos los creyentes", como dice la anáfora de la Traditio
Apostolica.
Por otra parte, si damos al bautismo toda
la eficacia que le atribuye la Escritura, es evidente que la condición de
bautizados otorga a todos los cristianos ahora desunidos la condición de
hermanos por la acción del mismo Espíritu: "Todos vosotros sois hijos de
Dios por la fe en Cristo Jesús. Pues todos los que habéis sido bautizados en
Cristo, fuisteis revestidos de Cristo. Ya no hay judío ni gentil, esclavo ni
libre, varón ni mujer – ¿cabría decir también católico ni protestante, anglicano
ni ortodoxo? -, porque todos sois uno en Cristo Jesús" (Gál 3, 28). Es
decir, que todos los bautizados en Cristo Jesús somos miembros de la Iglesia.
"A aquel que ha recibido el bautismo de un hereje le tenemos por miembro
de la Iglesia, en virtud del bautismo mismo", escribió ya en 1749, en su Singulari
nobis, el papa Benedicto XIV. De hecho, el Vaticano II reconoce "que
la Iglesia se siente unida... con todos los que se honran con el nombre de
cristianos, a causa del bautismo... por el que están unidos a Cristo". Y
añade a otras razones, como la fe en el mismo Padre todopoderoso y en el Hijo
de Dios, Salvador, "la comunión en la oración y en otros bienes
espirituales, incluso una verdadera unión en el Espíritu Santo", que
"actúa también en ellos y los santifica con sus dones y gracias". Eso
significa que podemos y debemos reconocer en todos los cristianos la
participación en la unidad, ya dada, que nuestras divisiones no consiguen
eliminar. Por otra parte, la oración del Señor, que el Evangelio de Juan sitúa
después de la Cena, no termina con su muerte. Al Jesús que, glorificado,
permanece con los suyos hasta el final de los tiempos, se refiere la Carta a
los Hebreos como "Aquel que puede salvar perennemente a los que se
acercan a Dios por Él, siempre viviente para interceder a su favor" (Hb
7,25).
El desarrollo de esta dimensión de
profundidad, verdaderamente mística, del ecumenismo otorga al movimiento
ecuménico una nueva visión de la convergencia deseada como resultado de sus
propósitos. Ésta no consiste fundamentalmente en la llegada a un terreno común
en el que se hayan limado las aristas de las afirmaciones doctrinales de cada
uno, con el peligro de que se llegue a afirmaciones borrosas en las que ninguno
de los interlocutores pueda reconocer la expresión de la propia fe de la que
surgieron. El descenso a las raíces de la fe común permite acceder a la fuente
de la que proceden las distintas corrientes, de la que todas las ramas
cristianas reciben la savia vital que las ha producido y que las mantiene vivas.
Aunque, conviene señalarlo, tal descenso no comporta la disolución de la propia
identidad y de sus rasgos diferenciales.
Porque el místico - y los que desarrollan
la dimensión mística del ecumenismo cristiano lo son o están llamados a serlo
-, el que en la experiencia de la propia identidad, en comunión con el resto de
los cristianos, hace la experiencia de la Presencia de la que vive, no es el
"anarquista religioso" que algunos han querido presentar, en perenne
contestación de la propia tradición y de la propia Iglesia. Es posible que,
como se ha dicho, "las Iglesias hayan dado muestras, en no pocas
ocasiones, de no querer a sus místicos" (E.Troeltsch), por la denuncia
que estos representan de las mediocridades, rigideces y hasta infidelidades a
las que son propensas todas las instituciones, nacidas para hacer posible la
permanencia de la vida, pero siempre tentadas a sacrificar esa vida a su propia
permanencia. Pero no es verdad que los místicos no hayan amado a sus Iglesias
para cuya revitalización han constituido un estímulo permanente. La atención,
el cuidado por las raíces revitaliza las ramas, las flores y los frutos de los
árboles. El cultivo de la dimensión mística no produce sujetos relativistas que
sacrifiquen las convicciones profundas de los creyentes y la fidelidad a su
propia tradición.
Por otra parte, a esa primera observación conviene añadir que
la aproximación al Misterio, de cuya presencia viven las diferentes familias de
cada tradición – e incluso la variedad de las religiones - permite también
constatar las limitaciones y las deficiencias de todos los medios humanos a los
que no pueden dejar de recurrir las religiones para vivir, expresar y comunicar
su experiencia de ese Misterio inabarcable, inconcebible e inefable para todas
ellas. Por eso, los místicos, a la vez que dicen "Dios", "Dios
mío", con los acentos más vivos y más densos que puedan lograr las
palabras humanas, no pueden dejar de percibir las limitaciones de sus propias
palabras y el peligro mortal para la fe que se seguiría de tomarlas por
palabras que sustituyeran al Misterio al que remiten. El místico sabe muy bien
de la "fonte escondida" que es el Misterio, pero no puede dejar de
confesar: "aunque es de noche". "Entréme donde no supe / y
quedéme no sabiendo / toda ciencia trascendiendo", añade San Juan de la
Cruz . "Dios mío", ora el Maestro Eckhart, "líbrame de mi
Dios", es decir, de la imagen necesariamente limitada, del lenguaje irremediablemente insuficiente, con
que te invoco.
Por eso el místico estará siempre dispuesto
a dejarse enriquecer con otras expresiones nacidas también del mismo fondo
misterioso que ha alimentado las suyas. A esto se han referido constantemente
los místicos que han entrado en contacto con tradiciones religiosas diferentes
de la propia. Pocos testimonios tan luminosos para el ecumenismo espiritual
como esta expresión de Thomas Merton, cuando entra en contacto con el monacato
de las religiones del Extremo Oriente, y que puede aplicarse con mayor realismo
al ecumenismo espiritual vivido por los cristianos de las diferentes iglesias:
"El nivel más profundo de la comunicación (entre los miembros de distintas
tradiciones religiosas) no es comunicación, sino comunión; en este nivel no hay
palabras, está más allá de las palabras (...) y de los conceptos. No es que
descubramos una nueva unidad. Descubrimos una antigua, (yo diría originaria),
unidad. Mis queridos hermanos, nosotros ya somos uno, pero nos imaginamos que
no lo somos. Lo que hemos de recobrar es nuestra unidad originaria. Lo que
hemos de ser es lo que somos".
Por otra parte, la insistencia en el
ecumenismo espiritual se corresponde también con uno de los rasgos de la actual
situación religiosa, seguramente el más oscuro, y permite ayudar a encontrar
una respuesta a él. Nos referimos a la crisis de Dios, su ocultamiento del
horizonte de la vida de las personas, el advenimiento, como resultado de la
creciente secularización, de una cultura de la ausencia de Dios, y la
contaminación de las mismas Iglesias por el clima gélido de indiferencia religiosa
que las rodea. Todo esto hace pensar que en esta situación el cristiano
necesita hoy ser místico para poder seguir siendo cristiano (K. Rahner).
Necesita recuperar la experiencia de Dios, centro de su vida cristiana, sin la
cual le será imposible mantenerse como cristiano. Hoy más que nunca necesitamos
recordar: "En esto consiste la vida eterna, en que te conozcan a ti único
Dios verdadero y a quien enviaste Jesucristo" (Jn 17, 3). Hoy somos
conscientes de que el problema fundamental de cada Iglesia y del conjunto de
las Iglesias no es la inadecuación de sus instituciones, la
mejora de sus métodos y recursos para la evangelización, la actualización de su
lenguaje, por más necesario que todo esto sea, sino la revitalización de la
vida teologal de sus miembros. Sólo esa revitalización mejorará sustancialmente
y transformará el resto de los aspectos de la vida cristiana, incluido también
ese aspecto, vital para la vida de las Iglesias, que es su camino hacia la
unidad de los cristianos. Y sólo unas comunidades verdaderamente creyentes
darán el testimonio de Jesucristo para el que han sido convocadas.
Una seria reflexión sobre la naturaleza
de la espiritualidad cristiana lleva a W. Kasper a precisar los aspectos más
importantes que debe desarrollar un ecumenismo espiritual a la altura que
requiere una espiritualidad verdaderamente cristiana. Definida ésta como
"la forma de vida guiada por el Espíritu" o "el desarrollo de la
existencia cristiana bajo la guía del Espíritu Santo", el ecumenismo
espiritual, comportará en quienes lo viven la docilidad, la entrega de sí
mismos a la "fuerza de gravedad del amor", el "empuje hacia lo
alto", que nos libere de "la fuerza de gravedad hacia abajo",
hacia la reclusión en nosotros mismos, y nos conducirá hacia nuestra
"realización en Dios".
Seguramente, grupos como la Asociación
Ecuménica Internacional (IEF) tienen en el ecumenismo espiritual su tarea
principal y su principal aportación al movimiento ecuménico. De ahí, la
importancia para nosotros de trabajar en la búsqueda de los medios concretos
para su realización efectiva que nos permitan su promoción en las comunidades
cristianas de las que formamos parte. Esos medios se centran en todas aquellas
acciones destinadas a desarrollar el ejercicio efectivo de la actitud teologal,
raíz de la vida cristiana y centro de la espiritualidad en la que esa vida está
llamada a florecer. Entre esas acciones cabe señalar la escucha de la Palabra,
inspirada por el mismo Espíritu que nos ha sido dado con el amor de Dios
derramado en nuestros corazones. Todavía no hemos llegado todos al
reconocimiento de la comunión eucarística, de la plena communicatio in
sacris, y sufrimos por ello; pero sí podemos estudiar en común la Biblia,
leer en común la Escritura, practicar la lectio divina, la lectura
oracional de la Biblia en la que escuchamos juntos la Palabra y juntos nos
dirigimos al Padre común iluminados, estimulados, alimentados y unidos por esa
Palabra a través de la cual nos habla el mismo Espíritu.
Es afirmación común a todas las familias
cristianas que la oración es la puesta en ejercicio por excelencia de la fe, su
realización efectiva, la mediación religiosa más originaria y más próxima a la
religión y, hablando cristianamente, a la actitud teologal de la que todas las
mediaciones religiosas surgen. Hasta tal punto es así que Fr. Heiler, el gran
estudioso de la oración en las religiones, llega a afirmar que donde ha
desaparecido la oración hay razones para pensar que ha desaparecido la
religión, y, hablando cristianamente, que donde la oración ha desaparecido, tal
vez haya desaparecido o esté en trance de desaparecer la fe. Por eso la oración
ha sido el gran medio para el fomento del ecumenismo espiritual.
Ahora bien, conviene anotar que esa
oración no se agota en la común oración de intercesión por la unidad de los
cristianos. Que, previa a ella, la oración es expresión, manifestación y
realización de la fe que compartimos, de
la comunión, de la unidad, en la que está bañada y enraizada la vida de todos
los cristianos. De ahí, que la oración ecuménica cobre sus manifestaciones más
plenas allí donde los cristianos de las distintas Iglesias compartimos la misma
actitud orante, expresada en palabras
en las que se hace voz la misma
fe que nos reúne, antes incluso de que nos pongamos a orar. No olvidemos que la
fe no es algo que tengamos; es, más bien, la actitud fundamental de la que
surge el conjunto de nuestra vida. Todos podemos decir, como decía Pablo:
"Vivo de la fe en el Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por
mí". Y expresarlo en la misma oración nos hará crecer, a cada uno y a
todos los que oramos juntos, en la fe de la que esa oración surge. "La fe
hace vivir a los hombres", decía Tolstoi. Y la fe vivida y expresada en la
oración en común nos permitirá vivir en
comunión, y crecer en la unidad de la que por la gracia del Espíritu ya
participamos.
Esta fidelidad al Espíritu abrirá cada
Iglesia y a cada uno de sus miembros, en primer lugar, hacia los miembros de
todas las Iglesias animadas por el mismo Espíritu; pero deberá abrirlos
igualmente hacia la acción del Espíritu en las demás religiones de la humanidad
y en todos los humanos y en su esfuerzo común por la mejora de las condiciones
de vida y el progreso de los pueblos.
Porque la atracción hacia lo profundo y hacia lo alto de nuestra propia
condición, el cultivo de la dimensión mística de la vida cristiana en la
práctica del ecumenismo, no puede llevarnos al desentendimiento del cuidado por
los otros, al descuido de la atención a los graves problemas de la humanidad,
especialmente los que causa la situación de injusticia, y el hecho de la
pobreza extrema de una gran parte de la humanidad que provoca.
Como se ha venido insistiendo a lo largo
de la segunda mitad del siglo XX, la mística cristiana tiene que ser hoy
"mística de ojos abiertos" a la situación de pobreza, marginación y
exclusión que padecen casi dos terceras partes de la humanidad, y "mística
de compasión" hacia sus víctimas. De ahí que el ecumenismo espiritual
tenga que promover en las Iglesias y en sus miembros el desarrollo de esa
dimensión del testimonio y el servicio presente desde su origen en su corriente
conocida como Vida y acción. Es bien sabido que esta corriente sufrió en
sus comienzos en la Asamblea de Estocolmo en 1925, un influjo excesivo de la
teología liberal que menospreciaba la importancia de la doctrina y tenía el
peligro de buscar en las cuestiones prácticas una especie de "atajo"
para el logro de la unidad: "La doctrina separa, el servicio une", se
repetía entonces. Pero ya en Oxford, unos años más tarde, se compensaron esas
deficiencias con la constatación de que el primer servicio que las Iglesias
podían prestar a la humanidad consistía en ser verdaderamente Iglesias. Desde
entonces Vida y Acción ha ayudado a encauzar la acción de las Iglesias-miembro
en favor de la paz y las cuestiones de moral social.
El ecumenismo y la lucha a favor de la justicia y de los pobres.
Una lectura atenta de los textos de los
grandes místicos cristianos muestra que estos no lo han sido nunca de
"ojos cerrados" a las necesidades de los demás. No podían serlo,
porque, precisamente por haber progresado como nadie en el conocimiento
experiencial de Dios, de él han aprendido que: "quien no ama no conoce a
Dios, porque Dios es amor". San Juan de la Cruz, por ejemplo, afirma
categóricamente: "Quien a su prójimo no ama, a Dios aborrece". Santa
Teresa, por su parte, escribe, justamente en su último libro del Castillo
interior: "Para esto es la oración, hijas mías, de esto sirve el
matrimonio espiritual, de que nazcan siempre obras, obras" (7M 4, 6); unas
obras que concretará en las virtudes y que resumirá en el amor al prójimo. El
Maestro Eckhart dice con la misma rotundidad: "Si alguno estuviera en un
éxtasis como San Pablo y supiera que un enfermo espera que le lleve un poco de
sopa, yo estimaría preferible con mucho que, por amor, salga de su éxtasis y sirva
al necesitado, con un amor mayor" (Instrucciones espirituales, 10). Es
decir, que la verdadera mística cristiana siempre ha sido mística de ojos
abiertos a los necesitados de ayuda.
Sucede, sin embargo, que este aspecto de
la mística, permanente a lo largo de toda su historia, adquiere un relieve
enteramente nuevo en nuestro tiempo, caracterizado negativamente por el relieve
especial que representa ese hecho que resume la expresión "la pobreza en
el mundo", causada por la injusticia que domina las relaciones entre las
personas y entre los países del primero y el tercer mundo. No necesitamos
ofrecer aquí las cifras que los medios de comunicación nos recuerdan cada día.
Sí puede ser útil, en cambio, que caigamos en la cuenta de la novedad que
reviste el fenómeno de la pobreza en la conciencia de los cristianos de nuestro
tiempo, y de la repercusión de esa novedad en el conjunto de la vida cristiana.
La pobreza ya no es para la mayoría de los cristianos, como lo fue en otras
épocas, un hecho casi natural, una condición, a la que tal vez no fuera ajena
la providencia divina, en la que se nacía y que convertía a los que la padecían
en beneficiarios de la caridad y de la limosna de quienes, por una especie de
azar feliz o destino providencial, habían tenido la suerte de nacer ricos.
Todos sabemos hoy que la pobreza de las personas y de los países pobres en la
actualidad es el resultado de múltiples causas a las que no son ajenos los
habitantes de los países ricos, y que en definitiva tiene sus raíces en la
injusticia del orden, o mejor, del desorden económico, social y político
establecido por los humanos. Los pobres, podemos resumir, no son pobres, son
empobrecidos y empobrecidos por los que acumulan o acumulamos las riquezas. Así
considerada, la pobreza no es un hecho o una circunstancia ajena a la
realización de la vida cristiana. Desde el momento en que nos consideramos
corresponsables de ella no podemos dejar de integrar nuestra reacción a ella,
como hacían los profetas bíblicos, en el interior de nuestra relación con Dios,
como exigencia de la voluntad divina y parte de esa respuesta a ella que
constituye la actitud teologal: "Defendía la causa del humilde y del pobre
y todo le iba bien. Eso es lo que significa conocerme" exclama Jeremías
como "oráculo del Señor" (Jer
22,16).
Llegados a esa visión creyente de los
pobres que ha propiciado la nueva conciencia en relación con la pobreza;
llegados a eso que se ha llamado "la irrupción del pobre en la conciencia
cristiana", nuestra relación con los pobres deja de ser la simple práctica
de la misericordia o la caridad, parte de la moral cristiana que se sigue del
cumplimiento de los mandamientos, y adquiere una dimensión teologal que la
integra en el ejercicio del ser creyente y de la experiencia de Dios que
comporta. La relación con los pobres pasa así a formar parte de la experiencia
de Dios y ésta, núcleo de la vida mística, convierte a la mística cristiana en
mística de ojos abiertos a todos los necesitados de nuestra ayuda, y mística de
compasión para con todas las víctimas. La teología y la espiritualidad de la
liberación que surgieron de la Asamblea de la Iglesia latinoamericana de
Medellín en 1968 han desarrollado, de forma ecuménica, con participación de
teólogos católicos y evangélicos, este aspecto de la vida y la espiritualidad
cristiana de forma ejemplar. Recordemos algunas expresiones de uno de sus más
eminentes representantes: "La experiencia de Dios no puede suceder al
margen de la realidad de los pobres. Su autenticidad se juega en ella. Porque
Dios quiere la vida, y la pobreza condena a la muerte injusta, la experiencia
de Dios depende de la respuesta a la pobreza; pero de la experiencia de Dios
depende también la posibilidad de un encuentro verdadero con el pobre. "A
partir de Mateo 25 se comprende que el
encuentro con el pobre es paso obligado para el encuentro
con Cristo. Pero se entiende también que el encuentro verdadero y pleno con el
hermano requiere pasar por la experiencia de la gratuidad del amor de Dios.
Porque solo así se llega al otro, desposeído del afán de dominio, de
utilización, que tiende a corromper nuestra relación con él. Sin la apertura a
Dios (...) no sería posible comprometerse verdaderamente con los pobres y
oprimidos". "En el gesto hacia el prójimo, especialmente hacia el
pobre, encontramos al Señor; pero este encuentro hace, al mismo tiempo, más
profunda y autentica nuestra solidaridad con el pobre" (Gustavo
Gutiérrez).
Bastan estas pocas alusiones para mostrar
que la introducción en el movimiento ecuménico de esa dimensión mística que
lleva a la búsqueda de la unidad por la participación en el misterio de la
unidad de Jesús con el Padre, y que se hace presente en su oración por la unidad
y no puede ser más que fruto del
Espíritu, sólo será real y creíble en nuestros días si se traduce en la
cooperación de todos los que buscamos la unidad en la lucha por la justicia que
nos permita erradicar el hecho escandaloso de la pobreza en nuestro mundo.
Desde el comienzo del movimiento ecuménico en la primera mitad del siglo pasado
los que emprendieron juntos el camino hacia la unidad plena vieron la necesidad
de trabajar unidos a favor de la paz y de la justicia en el mundo. Por eso se
ha escrito con razón que desde el inicio del movimiento ecuménico moderno, la
promoción de la unidad y la misión en el mundo han caminado al mismo paso,
porque en ellas "actúa la autotrascendencia de la Iglesia y comienza la
reunión escatológica de todos los pueblos que los profetas anunciaron" (W.
Kasper). Así surgió el ecumenismo del "cristianismo práctico" (Vida
y Acción) que celebró su primera Conferencia en Estocolmo, en 1925, y que
desde el principio se propone "manifestar la unión de los cristianos en el
testimonio concreto y la lucha por una sociedad más justa" (J. P.
Willaime). Este movimiento, que tuvo uno de sus impulsores en N. Söderblom,
insiste en la acción común de las iglesias frente a las necesidades del mundo
contemporáneo, consciente de que el ecumenismo no puede ignorar el compromiso
común en lo ético y lo social, ya que la preocupación por la reunión y la
reconciliación de los cristianos, la
eliminación de toda miseria humana y el logro de la unidad de toda la
humanidad, forman parte de la misión de toda la Iglesia, y tiene que formar
parte de la acción común de todas las iglesias.
El movimiento ecuménico comprometido con
el establecimiento de la paz y el cuidado de la naturaleza
Las grandes guerras del siglo pasado y los
incontables conflictos que las han seguido y las siguen en la actualidad han
hecho tomar conciencia de la necesidad de la paz y de la necesidad de la
colaboración de todos para conseguirla. El movimiento Vida y Acción lo
incluyó desde el principio entre los objetivos que la colaboración práctica de
las Iglesias que se proponía. Las terribles guerras del siglo XX entre países
todos ellos cristianos han constituido sin duda los mayores escándalos contra
la credibilidad de su cristianismo. ¿Caben espectáculos más frontalmente opuestos
a los principios y los valores cristianos que las bendiciones de ejércitos y
armas que iban a enfrentarse o estaban enfrentándose en guerras atroces, o los Te
Deums entonados para celebrar las victorias de los unos sobre los otros?
Como se proclamó en la primera reunión interreligiosa de Asís para orar por la
paz: "No hay guerras santas; solo es santa la paz". Que en las
actuales circunstancias y con la posesión por muchas potencias de medios de
destrucción masiva, tal vez podría ampliarse: "No hay guerras justas; solo
es justa la paz". De ahí, la necesidad de incorporar plenamente al
movimiento ecuménico cristiano el trabajo permanente en todos los medios, con
todos los recursos, de la promoción de una cultura de la paz que elimine de
raíz todas las posibles causas para el enfrentamiento entre los hombres.
El siglo XX ha visto nacer y desarrollarse
la preocupación por el cuidado de la naturaleza, sin duda a la vista de las
agresiones al medio ambiente de una desaforada carrera, a cualquier precio, a
un desarrollo que hoy comienza a verse como insostenible. El serio peligro que
corre nuestro planeta y la solidaridad con las generaciones venideras han hecho
que la ecología comience a introducirse en la agenda de las preocupaciones
sociales de los creyentes y de las Iglesias, y que deba pasar a ocupar un lugar
importante entre los objetivos del indispensable lado práctico del ecumenismo.
Apéndice
sobre ecumenismo cristiano y
diálogo interreligioso.
Ya nos hemos referido al pluralismo como
uno de los aspectos importantes de la actual situación religiosa. Se ha llegado
a afirmar que si el reto para la teología cristiana en el siglo XX ha sido la
secularización, el del siglo XXI lo será el pluralismo (C. Geffré). Se habla a
veces del diálogo interreligioso como de un ecumenismo amplio o generalizado.
Se trata, a mi entender, de una expresión impropia, porque lleva a olvidar las
diferencias importantes existentes entre ellos. Primero, por el mayor peso de
lo que tienen en común las diferentes formas de cristianismo que intervienen en
el ecumenismo cristiano, y, sobre todo, porque los dos hechos tienen una
finalidad diferente. El movimiento ecuménico se propone el avance de la pluralidad de Iglesias a su perfecta
unidad, en una cierta pluralidad de formas. El diálogo interreligioso, en
cambio, busca la promoción del diálogo y el entendimiento de las diferentes
religiones con vistas a la colaboración de todas al progreso de la familia
humana, pero sin pretender su sustitución
por una religión de la humanidad,
Pero
anotadas las diferencias, cabe descubrir relaciones entre los dos hechos y
posibles enriquecimientos mutuos. Por una parte, es posible que el movimiento
ecuménico pueda aportar al diálogo interreligioso experiencias capaces de
mejorar métodos y estrategias para facilitar el diálogo, el entendimiento y la
solución de posibles conflictos entre las religiones. De hecho, el diálogo
interreligioso ha nacido en los países de tradición cristiana ya embarcados en
el movimiento ecuménico y, del lado protestante, “es el CEI el que ha relanzado
desde 1955, un estudio en profundidad sobre las relaciones a mantener con las
otras religiones, y el que, desde 1970, ha multiplicado las iniciativas
encaminadas a organizar encuentros con ellas” (J.C. Basset). Del lado católico,
el Vaticano II abrió, con su Declaración sobre la Relación con las
Religiones no Cristianas la posibilidad de ese dialogo e invitó a los
católicos a emprenderlo; creó después un Secretariado para promoverlo y ha
organizado encuentros como los de Asís para la oración interreligiosa por la
paz, y participado en encuentros promovidos por instituciones religiosas y no
religiosas con la misma finalidad. Pero también las religiones pueden aportar
al movimiento ecuménico las experiencias acumuladas a lo largo de su historia,
con frecuentes momentos de gestión de la
pluralidad en las numerosas ocasiones en que una notable pluralidad de religiones han
convivido en el mismo espacio político y cultural. Recordemos el recurso a
nociones como "demarcación",
synoiquismo, sincretismo, etc.,
utilizadas por los historiadores de las
religiones para referirse a las diferentes soluciones propuestas.
El diálogo interreligioso ya
ha producido frutos que podrían animar a proseguir en sus esfuerzos a los
promotores y los agentes del diálogo ecuménico y, sobre todo, a responder a las
críticas que suscitan los grupos
integristas de las diferentes Iglesias y religiones. En los primeros años del
siglo XX, un gran teólogo protestante, A. Harnack, proclamaba, en la lección inaugural de un
curso en la Universidad de Berlín: “Quien conoce el cristianismo conoce todas
las religiones”. Con ello no hacía más que expresar la convicción de la inmensa
mayoría de los teólogos cristianos de la época. K. Barth escribiría años
después que “las religiones no cristianas son un intento de autojustificación
por parte del hombre”, y que “solo a un loco podría ocurrírsele esperar que su
conocimiento pudiera aportar al cristiano un mejor conocimiento de su fe”. Un
pensador católico calificó más tarde a
las religiones no cristianas de “cristianismos deformes”. Tales expresiones se
fundaban en pretendidas razones teológicas, explicables solo desde el
desconocimiento del resto de las religiones, y apoyadas en el eurocentrismo y
el prejuicio de la superioridad de la cultura europea, que servía de excusa a
la empresa colonialista en la que estaban embarcadas muchas de las naciones de
nuestro continente. Por otra parte, no es difícil encontrar en otras religiones
apreciaciones semejantes de las religiones diferentes de la propia, incluida la
cristiana, explicables también desde el desconocimiento de los demás que
producía el aislamiento de las religiones y su mutuo desconocimiento.
Max Müller, iniciador de la moderna ciencia de las
religiones y conocedor ya de muchos de sus resultados había afirmado bastante
antes y con más razón, parafraseando la sentencia de Goethe: “quien no conoce
una lengua no conoce ninguna”: “Quien no conoce más que una religión, (la
propia), no conoce ninguna” (ni siquiera la suya).
El
conocimiento de las religiones que han extendido el desarrollo de la moderna
ciencia de las religiones, el contacto entre ellas que hace posible la
situación de globalización, y los encuentros interreligiosos que vienen
multiplicándose desde finales del siglo XIX, van poco a poco cambiando la
situación y están llegando a imponer la conciencia de la necesidad del diálogo
interreligioso como condición indispensable para el logro de la paz.
Por mi parte, concluyo dejando constancia de un
hecho resaltado en diferentes tradiciones religiosas y atestiguado por N.
Söderblom, arzobispo luterano de Upsala, gran conocedor de la historia de las
religiones y gran promotor del ecumenismo del testimonio y el servicio. Cuenta
su discípulo y biógrafo Friedrich Heiler
que, ya en su lecho de muerte, repetía una y otra vez, glosando unas
palabras del Libro de Job: “Yo sé que mi Salvador vive”: Me lo ha enseñado la historia de las
religiones”. Es una nueva expresión de una convicción ya presente entre los
creyentes que han entrado en relación con otras tradiciones religiosas: Todas
ellas poseen enormes tesoros de virtud, de sabiduría, de valores y de sentido.
Pero es muy frecuente que su descubrimiento por parte de sus miembros necesite
del paso por el contacto con el otro, el diferente. Un relato del hasidismo,
presente en términos casi idénticos en la tradición sufí, y que Mircea Eliade
consideraba la gran parábola del ecumenismo, lo expresa en estos términos:
“Rabí Bunam
acostumbraba a relatar a los jóvenes que venían por primera vez, la historia de
Rabí Aizik, hijo de Rabí Iekel de Cracovia.
Después de muchos años de extremada pobreza que no
debilitó jamás su fe en Dios, soñó que alguien le pedía que fuera a Praga a
buscar un tesoro bajo el puente que conduce al palacio del Rey. Cuando el sueño
se repitió por tercera vez, Rabí Aizik se preparó para el viaje y partió para
Praga. Mas el puente estaba vigilado noche y día y él no se atrevía a comenzar
a cavar. No obstante, iba allí todas las mañanas y se quedaba dando vueltas por
los alrededores hasta que oscurecía.
Finalmente el capitán de la guardia, que lo había
estado observando, le preguntó de buenas maneras si buscaba algo o estaba
esperando a alguien. Rabí Aizik le refirió el sueño que lo había traído desde
una lejana comarca. El capitán se echó a reír. “¡Así que, por obedecer un
sueño, tú, pobre amigo, has desgastado las suelas de tus zapatos para llegar
hasta aquí! Y en cuanto a tener fe en los sueños, si yo la hubiera tenido,
hubiera partido cuando una vez soñé que debía ir a Cracovia en busca de un
tesoro debajo de la estufa en el cuarto de un judío. ¡Aizik, hijo de Iekel! ,
así se llamaba. Me imagino lo que habría pasado. ¡Habría probado en todas las
casas de por allí, donde la mitad de los judíos se llaman Aizik y la otra mitad
Iekel”. Y siguió riendo.
Aizik no necesitó oír más. Saludó al capitán y
viajó de vuelta a su hogar. Cavó debajo de la estufa, encontró el tesoro y
construyó la Casa de Oración que lleva por nombre “El Shul de Reb Aizik”.
También esta parábola parece estar diciéndonos a
los cristianos de nuestros días: “Ve y haz tú lo mismo”.
Juan Martín Velasco
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